viernes, 26 de febrero de 2010

Playback, un relato

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Me llamo Mamerto Jesús González Benítez, pero todo el que me conoce me llama Jimmi. No por Hendrix ni por nadie en concreto, sino para evitar tener que llamarme Mamerto, o peor aún, Mamerto Jesús, combinatoria de nombres que, como resulta sencillo comprobar, no admite diminutivos que no empeoren las cosas. Porque, reconozcámoslo, llamarse Mamerto es una brutalidad. Mamerto. Lleva esa sonoridad cerril consigo. Fonéticamente al menos. Gráficamente no es tan horrible, porque leemos esa combinación de emes iniciales y nos sobrevienen desde el inconsciente los recuerdos de la infancia, sin duda asociados con la palabra mamá, la madre, el cariño, el tiempo en que todo eran ilusiones. O acaso sintamos los varones ciertas pulsiones en lo más íntimo de nuestro escroto y nos vengan imágenes concupiscentes, bocas de mujer (o de hombre, según lo interiorizados que tengamos los preceptos eróticos platónicos), pechos, no de madre, sino de hembra andariega y fugaz, que así de degenerados somos. En fin, la cosa es que el nombre no se ve tan mal. Pero no es un nombre para una persona refinada. Y yo lo soy. En cuanto a la posibilidad de llamarme nada más y nada menos que como el Mesías, el Nazareno, el que por ti murió en la Cruz, Cristo Nuestro Señor Jesucristo y Cristo Rey, jamás tuve la menor duda ante tamaña impiedad. Me niego. Así que acepté como una bendición el que mis hermanas y mi madre, por verme tan triste desde pequeño a causa de mi nombre, siempre invariablemente triste, muy triste, comenzaran a llamarme Jimmi, simplemente por piedad. Naturalmente la idea de ponerme Mamerto había sido de mi padre, que también se llama Mamerto, pero de él no quiero hablar aquí. En cualquier caso, entré en primaria con el nombre de Mamerto y, tras mucho esfuerzo y grandes humillaciones, pasé al instituto como Jimmi, una vez reconstruida tenazmente mi autoestima. Providencial ayuda fue a tal efecto la música y el instrumento que aprendí a tocar, el violín, que hasta hoy me acompaña y me da de comer. Gracias a la música me abrí un hueco de respetabilidad entre mis compañeros que contrapesó la losa de mi nombre. Dichoso el día que, tras verme tocar en un concierto de navidad del colegio, aceptaron finalmente llamarme Jimmi. Es completamente cierto el dicho de que la música amansa a las bestias, por lo menos en lo que tocaba a mis compañeros de colegio y el efecto que en ellos tuvo mi violín. Puede comprenderse que en adelante me aferrara a él como si de una tabla de salvación en un océano de ignominia se tratara. La música fue para mí la mayor aliada, y esa deuda impagable hizo que en un momento dado me decidiera a honrarla por el resto de mis días y dedicarme a ella. Ahora soy el flamante Jimmi González, uno de los más singulares músicos de su generación, una generación que es un firmamento de estrellas luminosas.
Entre todos los compositores que me ayudaron a ser quien soy, uno debe ser mencionado, como mencionado debe ser toda vez que se hable de música: me refiero, por supuesto, a Johann Sebastian Bach. Eugene Ionesco, según creo, decía que de no ser por Bach, Dios sería hoy un personaje secundario. Esta sentencia es, ante todo, una blasfemia como la copa de un pino por la cual Ionesco debe de estar ardiendo en los infiernos, sin duda. Pero fuera de esa cuestión, su afirmación se ajusta a la tremenda magia de esa música. No miento al decir que el primer movimiento del quinto concierto de Brandenburgo, en la versión de Gustav Leonhardt, me ha salvado la vida. O cómo he sido subyugado por un disco de los conciertos para dos violines tocados por Andrew Manze y Rachel Podger, estremecido de placer y de emoción con los juegos de tensión de las disonacias y sus deliciosas resoluciones que los movimientos lentos me deparaban. O cómo me han arrastrado las corrientes de sus dos Pasiones, San Mateo y San Juan. El inicio de la Pasión según San Mateo (recomiendo la versión de Frans Brüggen con la Orquesta del Siglo XVIII) es el mayor y más bello ejemplo de una música que se mantiene entre la tristeza extrema y la extrema dicha (Muerte y Resurrección de Nuestro Señor) en un muy misterioso equilibrio. Una música sobrehumana. O las suites para violoncello solo (no hay que dudarlo: la grabación de Anner Bylsma con el Stradivarius Servais de la Smithsonian Collection de Washington). Yo he trabajado concienzudamente las Sonatas y Partitas para mi instrumento (aquí no tengo tan clara la versión; hay varias que me gustan, aunque quizás la de Rachel Podger sea la que más me haya impresionado) y es la única música que no me canso de tocar.
Fui a estudiar a Viena cuando tenía dieciocho años, con una beca, aunque de ahí pasé inmediatamente a Salzburgo para estudiar con Thomas Zehetmair en el Mozarteum, mi sueño de tantos años. Posteriormente me fui a Holanda a trabajar el repertorio barroco en profundidad, con los pioneros de la interpretación historicista (IH), en La Haya y Amsterdam. Ya se habrá notado que en los discos mencionados la mayoría son holandeses. Aunque ahora hay grandes nombres de todas las nacionalidades en el campo de la IH, mi corazón está con estos primeros, no sólo por haberme formado con ellos, sino porque de hecho fueron ellos los que tuvieron el genio de abrir el camino por el que luego transitaron las generaciones de músicos posteriores, todos nosotros, y dar a conocer obras olvidadas, difundiendo por medio de sublimes grabaciones los parámetros de la IH, que tanto han cambiado nuestra concepción de compositores y obras. Empezando por Bach.
Como natural complemento de mi formación musical, me he ocupado también de procurarme una razonable formación como lector de filosofía. Precisamente, dado que la rama llamada Estética me interesa en especial por mi condición de artista, hace poco que he comenzado con la Kritik derUrteilskraft de Kant, por supuesto en alemán, y aunque he de reconocer que es un libro fuerte que requiere especial concentración, ya le empiezo a coger el gusanillo. “Coger el gusanillo” es una expresión que define muy bien las razones del lector de filosofía, en el sentido de que irse haciendo con el lenguaje del autor y conseguir que nos deslumbre y que nos enseñe, dejando que la larva de su pensamiento se desarrolle en nuestro organismo, es un proceso que requiere voluntad y paciencia, resultando éste un esfuerzo de sobra compensado por los frutos recogidos. Y esos frutos, creo, son el aprender a nombrar el mundo, a vivir el lenguaje. Sin duda, el lenguaje es la casa de Ser. Todos deberíamos aprender a sentir, a ser inundados, por el Ser y por el Ente.
¡Ah, la filosofía, ah, la Estética! Al lado de mi casa hay un local con un cartel cuyo rótulo dice “Estética y productos de Belleza”. Es una muestra clara del grado de demencia que la sociedad ha alcanzado, esencialmente, por un mal uso sistemático y quizás voluntario del lenguaje. En un local con ese cartel veo yo una librería saturada de volúmenes de Hegel, de Platón, de Nietzsche, de Lukács, de Bataille, de Benjamin, de Adorno, y un lugar donde se puedan comprar buenas reproducciones de obras de arte del Renacimiento, láminas quizás… En cambio no hace falta que explique que en realidad por un establecimiento con ese rótulo jamás pasó Adorno (aunque quizás hubiera debido pasar, porque el hombre era bien feo). Eso es lo grave, no hace falta que lo explique porque todos sabemos qué es un local que ponga “Estética y productos de Belleza”, hasta tal punto somos permisivos con el mal uso del lenguaje, hecho que refleja fielmente lo irrespetuosos que somos con la Verdad. Pero no quisiera extenderme hablando de ello. Nada bueno podría decir.
Así que, tras mis años de estudios por los mejores centros, con los mejores profesores, volví a casa, a buscar trabajo en esta ciudad, decidido a vivir la vida real y hacerme absolutamente responsable de mi persona, emocional y económicamente. Después de bastante tiempo con una mano adelante y una mano atrás, como se suele decir, desgarrado entre la precariedad y el orgullo de no pedir nada a nadie, pero sobreviviendo mal que bien, trabajando de camarero, de profesor de alemán particular, de recepcionista en un hotel y de otras cosas variopintas y alejadas de mi vocación, conseguí mi trabajo actual, con el cual me gano la vida y pago el alquiler desde hace ya cinco años: hago playback en programas de televisión, especialmente en galas nocturnas, con gran audiencia. Al principio me parecía un destino deprimente, después de mi excelsa educación: no sonar nunca, nunca ser yo, participar de aquella farsa con una música de dudoso valor, que ni siquiera era producida por mis cuerdas. Pero después de un tiempo vi que era un trabajo bien remunerado y mucho mejor que cualquiera de los que había realizado hasta la fecha. Incluso le cogí el gusanillo. Sobre todo cuando, una vez establecidos suficientes contactos en el mundillo de la música profesional, me empezaron a llamar para tocar con los grandes. El primer show verdaderamente bien pagado que me salió, fue acompañando a Julio Iglesias. Con el tiempo me he dado cuenta de que el hecho de tocar en aquella orquesta, con otros compañeros igualmente virtuosos, sin atriles ni partituras, sin saber bien qué iba a sonar (daba igual, los cámaras no nos enfocarían mucho y sonaría impecablemente hiciéramos lo que hiciéramos) me salvó la vida. Entendí un nuevo modo de concebir la música. Cayeron los velos de mis ojos y pude comprender mejor mi lugar en el mundo. Y aprendí a mantener la cabeza alta. Opino que el músico de playback está infravalorado: muchos de nosotros ponemos mucho sentimiento en nuestra labor, somos grandes intérpretes y trabajamos toda la cuestión gestual para que la superposición con el sonido resulte convincente, aprendemos a dar muestras de pasión musical en los pasajes intensos de una balada, hacemos que la escenificación sea más bonita. He tocado con todos los grandes cada vez que han pasado por televisiones del país: Brian Adams, Sting, Madonna, incluso una vez con Paul McCartney. O Alejandro Sanz, Raphael, Rocío Jurado, Pantoja, Miguel Bosé. Fue hermoso tocar con Bosé. Sucedió hace relativamente poco, pero la canción que hicieron sonar y a cuyo son él bailó con el cuerpo y con los labios, fue la legendaria “Sevilla”: Y el corazón que a Triana va, nunca volverá, Sevilla, Bandido, ¡jay! muero yo por ti, tu paloma fui, Sevillaá. He aprendido mucho con este trabajo. Y además, lo cierto es que te sacas una pasta. Me voy a comprar un coche pronto, porque pierdo mucho tiempo si tengo que ir y venir a todos lados siempre en metro. Yo siempre estuve en contra de lo del coche, pero la realidad es que te da una independencia mucho mayor, aunque a veces tardes en encontrar aparcamiento.
No tiene sentido andarse con tonterías acerca del arte, tal y como se entendía esa noción antiguamente: no a estas alturas. Bien mirado, el mío es un trabajo muy digno en el que, además, puedo tocar mi violín. De hecho, cuando grabamos, yo toco y sueno para mí. No importa demasiado que no se oiga, es normal, propio de nuestro tiempo: del mismo modo tampoco se oye nunca la voz de una persona singular en el tráfago de las ciudades. Yo estoy ahí, en el ojo del huracán, en el corazón de la bestia, en el plató, y plató me suena a Platón y a mito de la caverna y estoy ahí mismo en el lugar en que se gesta y desde el que se extiende la doctrina de la Verdad de nuestro tiempo, y mientras toco apasionadamente bajo el silencio de una balada de Manu Tenorio, pienso en la Pasión según San Mateo de Bach y sonrío porque hay cosas que no me pueden quitar aunque me saturen de Operación Triunfo: bajo ese silencio atronador, me olvido del ser y del ente y pienso que soy Jimmi González y que nunca más nadie volverá a llamarme Mamerto. Estoy asistiendo al triunfo final de la Estética, con el violín vibrando junto a mi cara. Y me pagan una pasta.
Al fin y al cabo ¿de qué estamos hablando?
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