jueves, 24 de diciembre de 2009

Un maestro




jueves, 5 de noviembre de 2009

La Séptima

Queridos amigos, ya sé que este año hemos tardado más de la cuenta en informarles, pero creo que ha merecido la pena. Confío en que todos los aquí presentes podrán disculpar esta prórroga de dos meses que nos hemos concedido con el permiso de los abonados para decidir y sopesar los pros y los contras del proyecto de programación que salió de la gerencia artística en marzo y que sólo ahora hemos podido convertir en un programa concreto, de solidez indiscutible, y que pasaré a comentar a continuación. Antes, quisiera agradecer la amabilidad de todas las firmas que un año más se han unido a nosotros en este empeño de llevar la música a niveles de calidad cada vez mayores, apoyando una andadura que esta temporada próxima celebrará el quincuagésimo aniversario. Veo que algunos de ustedes sonríen. En efecto, hace gracia ver las fotos de don Arístides Gómez, en paz descanse, en los primeros conciertos de nuestra querida Filármónica, casi una orquesta de cámara en aquellas fechas en las que la sola voluntad de aquel melómano ejemplar trajo a esta ciudad los acordes de la inigualable Séptima Sinfonía de Beethoven que sonó en el primer concierto que ofrecimos. Recuerdo que, siendo apenas un mozalbete, yo asistí con mi padre, también gran melómano y amigo íntimo de don Arístides. Nunca había escuchado la pieza y casi se me saltan las lágrimas durante el segundo movimiento, tan bonito como es. Y tan bien conocido por todos ustedes, por supuesto.
En la presente temporada hemos querido rendir homenaje a don Arístides y hacer realidad además un antiguo sueño suyo, a modo de celebración de esta andadura de medio siglo, catapultando a nuestra orquesta a la primera línea del panorama musical, es decir, a la fama: me complace anunciarles que el consejo directivo, el comité de empresa y la gerencia de la fundación han decidido por unanimidad que la programación de este año constará de un repertorio muy especializado, un repertorio que gusta siempre y en el que hay coincidencia de criterios por parte de la inmensa mayoría de aficionados de todo el mundo. Me refiero, claro está, a un repertorio articulado en torno a la figura de Ludwig van Beethoven. Me dirán algunos “¿dónde está la novedad? Todos los años el repertorio consta sobre todo de obras de Beethoven”. Cierto. El año pasado, por ejemplo, recordarán que la temporada osciló entre el último Beethoven y el primer Brahms, entre la quinta del primero y la primera del segundo, pasando por los inevitables Schubert y Schumann, qué maravilla de música, la Inacabada, qué preciosidad. Este año, sin embargo, creemos que ha llegado la hora de la especialización definitiva. Los tiempos lo exigen así. Por un momento pensamos que sería grandioso dedicarnos en exclusiva al repertorio completo de Beethoven, desde la primera Sonata para piano hasta el último Cuarteto de Cuerda, a través del grueso de las Sinfonías, la Misa Solemnis, la ópera Fidelio, todo, en definitiva, amoldando la programación al carácter camerístico o sinfónico de forma más o menos alternante. Pero después pensamos que esa opción no funcionaría. Al fin y al cabo, no nos vamos a engañar: ¿a quién le gusta Fidelio? Yo creo que no le gustaba ni a Beethoven. Después de darle vueltas a esta realidad, la dirección artística de la fundación entendió que lo mismo podía decirse, al fin y al cabo, de casi la totalidad de la música de este compositor: ¿o acaso no es cierto que es repetitiva y de una pesadez soporífera, si exceptuamos algunos pasajes excepcionalmente excepcionales, como el Himno de la Alegría, el principio de la Quinta o el Danubio Azul? No todo Beethoven tiene la grandeza del Danubio Azul. Beethoven estaba sordo como una tapia, no tuvo que aguantar su propia música, y esa fue su mayor suerte. Nosotros no tenemos por qué padecer sus delirantes desarrollos. Ya sé que puede chocar lo que digo, pero en estos términos se dan los más importantes debates artísticos hoy en día, y en estos términos tuvo lugar la reunión en la cual se debatió el diseño final del programa de nuestra Filarmónica para la próxima temporada. Una institución como la nuestra debe adaptarse a las leyes del Mercado. Por esta razón hemos decidido que la próxima temporada constará de un repertorio verdaderamente selecto: sólo se interpretará la Séptima Sinfonía de Beethoven, cada viernes, durante los diez meses que dura la programación. Oigo murmullos de aprobación y eso me complace. Es cierto, es una obra bellísima, y fue la primera que interpretó nuestra querida orquesta. Sin embargo se puede objetar que el programa quizás resulte demasiado monótono para algunos neófitos. Pensando en ellos, pensando en la indispensable variedad, hemos elaborado una secuencia interpretativa en la cual en cada sesión los músicos de la orquesta se sentarán en lugares diferentes. Empezará obviamente con la colocación tradicional, luego pasará a la historicista, con los dos grupos de violines enfrentados, y progresivamente dará juego a posiciones más caprichosas, con los músicos entre el público, dentro y fuera del teatro, o incluso en diferentes puntos de la ciudad. Esto no es puro capricho. Los músicos, sueltos, desatados y dispersos por la ciudad, tocando acompasadamente el segundo movimiento de la Séptima de Beethoven gracias a sofisticados medios de sincronización electrónica que ya hemos encargado a una firma japonesa, implicarán a la orquesta en la vida de la ciudad, en la sociedad, entre las gentes, y así ganaremos legiones de nuevos abonados que robustecerán nuestra capacidad financiera y nos permitirán concluir por fin el sueño de tantos años de lucha: la construcción de un Auditórium verdaderamente colosal para nuestra ciudad, el mayor del mundo, diseñado por el arquitecto más moderno y estrafalario que esté vivo, aún no sabemos quién, ya abriremos un concurso. Y en las bases figurará: Queremos lo más demencial. Esa será la única base. Nosotros nos merecemos eso y más, señores, ¡claro que sí! El Auditórium costará caro, sin duda, muchos miles de millones, billones incluso, pero da igual, pediremos una hipoteca al Banco Mundial, una hipoteca histórica que nunca podremos pagar y nos llevará a la ruina y al suicidio colectivo, pero qué más da, ¡qué más da! ¿Acaso no lo vale el segundo movimiento de la Séptima, eh, no lo vale?
Perdonen que me acalore. Los aquí presentes ya conocen mi pasión por la música. Creo que la próxima temporada será memorable, épica, gloriosa. La Séptima de Beethoven, cada viernes, sin cesar a lo largo del año. A medida que nos acerquemos al verano, al finalizar la temporada, sabremos que no cabe la tristeza, porque tendremos perfectamente claro que la temporada siguiente podremos por fin programar el segundo movimiento de la Séptima Sinfonía de Beethoven y nada más, ¿para qué más? Lo que gusta es eso y sólo eso: a tomar por el culo lo demás, y perdonen la grosería. El eterno retorno del segundo movimiento, la belleza, la belleza, la belleza. Y así por mucho tiempo.
En el último concierto de la última temporada, al final, cuando llegue el momento, la orquesta, subida en un cayuco especialmente diseñado para la ocasión, partirá mar adentro, al compás del segundo movimiento de la Séptima Sinfonía, el segundo movimiento, qué hermosura, rumbo a Nigeria o más al sur, al Sur, turnándose los percusionistas para remar, remar, remar hacia la noche, hacia el destino, sin dejar de darle al timbal cuando toca, en ese pasaje culminante del segundo movimiento de la Séptima Sinfonía opus noventa y dos de Ludwig van Beethoven, forte, forte, una auténtica maravilla, y nosotros iremos con ellos, con los músicos y con Beethoven, y nosotros caminaremos tras el cayuco en procesión, y nosotros luciremos entonces nuestras mejores galas, nuestros trajes de diseño y nuestras joyas más exquisitas, y nosotros jalearemos a nuestros músicos con vítores y clamores para que se vea que también nosotros tenemos sangre en las venas, y nosotros les empujaremos hasta, hacia, para, por, según, sin, so, sobre, tras el mar, la mar, como un himen inmenso, y nosotros les despediremos desde el puerto con nuestros pañuelos, como se hacía antes, con los últimos rayos del atardecer, adiós, adiós, hasta que la noche y el silencio nos señalen que la música ha quedado definitivamente a la deriva.






lunes, 28 de septiembre de 2009

Hot girl, 1987





Por aquella fechas teníamos ocho años y aún no se había producido la "italianización" del espacio televisivo con la irrupción de Telecinco que vendría unos años después. Aún no sabíamos nada de la vida. Una jovencísima Sabrina Salerno, veinteañera siciliana, se anunciaba como el plato fuerte de aquella gala de TVE que cerraba el año. Recuerdo que otra superestrella de la noche fue la sueca Brigitte Nielsen, por entonces señora de Sylvester Stallone. España, declinando la década, se consolidaba como un país moderno cuya paleta televisiva no tenía ya nada que envidiar a otros países de más añeja democracia.


Aunque el tema que saltó a la fama como un superhit fue el clásico "Boys, boys, boys", fue su otra canción, "Hot girl", la que supuso un impacto psíquico más contundente para todos aquellos niños que perdíamos los dientes de leche contemplando el rebotar de aquellos cántaros, hipnotizados, embrujados frente a la pantalla, acechando los momentos elegidos en los que las magnitudes desbordaban su afuero irrumpiendo en la pantalla, transgrediendo las convenciones. En mi casa, aquel programa se grabó con el video reciente, tecnología punta japonesa, Hitachi, creo. Durante mucho tiempo después, en mi clase del colegio no se habló de otra cosa. Así nos hicimos hombres nosotros, enamorados de aquella morena salvaje, vedette mediterránea, que cantaba tan bien.


Pero vayamos al asunto que nos interesa. El tema en cuestión está en la tonalidad de Sol, oscilando entre el modo mayor y menor. Empieza con una introducción en modo menor en la cual el bajo pasa de la fundamental a la tercera del acorde (primera inversión), esto es, si bemol, y de ahí a la subdominante, do menor, para volver a caer en sol menor. De inmediato, la voz da paso al modo mayor y la armonía no sale del I-IV-V, que se repite cuatro veces con la letra del estribillo. El ritmo es un riguroso 4/4 con bombo sintético, un clásico de los ochenta:


--Introducción instrumental-- (sol m- sol m/si b- do m- sol m) x 2


Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction baby (Sol M- Do M- Re7) x 4


Hot girl, Hot girl, I’m dynamite


Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction crazy


Hot girl, Hot girl, Take me tonight


A continuación una especie de "puente", en la terminología anglosajona, que enlaza con el segundo tema (no podemos hablar de tema "B" porque la canción no es exactamente bitemática, sino que tiene un estribillo o fórmula repetitiva que se combina con otros elementos como este puente y el tema contrastante, además de la sección instrumental, o minore). Este pasaje de tránsito mantiene la misma estructura armónica I-IV-V:


Boy - I’m looking for a good time (Sol M-Do M- Re7) x 4


Love - whatever’s on your mind


Play - my game no hesitation


Feel - your body close to mine


Por fin el tema contrastante, comenzando por la subdominante, juega con la tónica y la dominante (IV-I-V):


I’ll be the lover - hat keeps you playing around (Do M- Sol M- Re7) x 4


I’ll be the lover - to satisfy your life


I’ll be the lover - that keeps you dreaming at night


I’ll be the fire - that’s burning deep in your eyes

Y de nuevo el estribillo:

Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction baby


Hot girl, Hot girl, I’m dynamite


Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction crazy


Hot girl, Hot girl, Take me tonight



---Minore: sección instrumental que constituye una repetición exacta de la introducción de la canción. El carácter de la música es en esta sección más duro, más nocturno. Apela a regiones más hondas del inconsciente, a atavismos inconfesados, busca despertar a la bestia, o al lactante que duerme en nosotros. Su importancia visual es fundamental porque permite al espectador olvidar todo cuanto no sea el rebotar y el desbordarse de los cántaros de leche. Obsérvese la sutileza de los realizadores del programa de la gala de TVE, cómo en esta parte, con elegancia y pleno acierto, hacen uso de la cámara lenta para que el televidente no pierda detalle de cuanto acontece en terreno movedizo. Nótese también el sonido de la algarabía del público español, presumiblemente masculino, incapaz de contener los vítores y clamores, tanta es la emoción que suscita el arte de la italiana.

Vuelta a la tonalidad maggiore, de nuevo el puente y el tema contrastante, sobre la base de los acordes ya mencionados, tónica, subdominante y dominante, con escasa variación.

Come - around a little closer


Love - my energy it’s fun (momento álgido desde el punto de vista literario)


Run - your body thru’ the motions


Shine - tonight and you’ll be mine



I’ll be the lover - hat keeps you playing around


I’ll be the lover - to satisfy your life


I’ll be the lover - that keeps you dreaming at night


I’ll be the fire - that’s burning deep in your eyes



Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction baby


Hot girl, Hot girl, I’m dynamite


Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction crazy


Hot girl, Hot girl, Take me tonight

Minore: de nuevo un interludio instrumental, de similar calado al anterior, idéntica funcionalidad, enfatiza lo que pudo quedar suelto, el público vuelve a bramar, la realización vuelve a hacer servir la cámara lenta, con profesionalidad y buen gusto, la diva brinca que brinca, y los hombres de España, de todas las edades, brincan con ella, entregados y brutísimos. ¡Ole, ole, jamona!

Sexy girl (exclamaciones sotovoce)


Sexy girl



Hot hot (idem)


Hot hot


--Maggiore e finale:

Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction baby


Hot girl, Hot girl, I’m dynamite


Hot girl, Hot girl, I’m satisfaction crazy


Hot girl, Hot girl, Take me tonight...


(fade out)

Con esta exposición y somero análisis queda demostrado cómo los medios de masas inculcan de manera indeleble unas determinadas estructuras musicales que obedecen a fórmulas muy simples manejadas por la industria. Estas estructuras, combinadas con el uso de imágenes sugerentes, pasan a formar parte de la memoria emotiva del individuo, conformando de algún modo su sensibilidad y ulterior capacidad de apreciación musical. Esta técnica es usada con harta frecuencia en la publicidad, donde la asociación de elementos sexuales con mercancías que acaso nada tienen que ver con el erotismo es un recurso sobreexplotado, pero que sigue en pleno uso.

Sea como sea, estas imágenes son ya parte de nosotros. ¿Pero qué fue de Sabrina?




domingo, 30 de agosto de 2009

Escuchando a Adorno

El valor de un pensamiento se mide por la distancia respecto de la continuidad de lo conocido. Ese valor decrece con la disminución de esa distancia; cuanto más se acerca el pensamiento al estándar dado, tanto más desaparece su función antitética: sólo en esta última reside su reclamo de vigencia, y no en su existencia aislada.
T.W. Adorno (Minima Moralia)


0. Enfrentarse hoy a los escritos musicales de Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969) constituye una experiencia que no puede dejar indiferente a nadie mínimamente interesado por la música y el pensamiento musical. El desconcierto y la perplejidad, así como una duda profunda se instalan en el lector desprevenido que se sumerge en los análisis adornianos. Es un lugar común afirmar que los escritos de Adorno generan rechazo: precisamente esa es hoy su principal virtud y por ello vale la pena insistir en ellos, en estos tiempos en que todo cuanto no ofrezca deleite y confirmación de lo dado recibe la condena de los degustadores intelectuales de turno. Cuando Adorno escribe sobre música no es, pese a los epítetos que leemos con frecuencia, ni un musicólogo ni un sociólogo en el sentido que hoy damos a estos términos. De hecho resulta difícil otorgar un apelativo genérico a la escritura musicológica de Adorno, indisociable de su obra propiamente filosófica y, más aun, de su propia experiencia vital como compositor e intérprete. La problemática que presenta hoy el grueso de los textos musicales de Adorno tiene que ver sobre todo con sus consideraciones acerca de la música popular, dado que sus puntos de vista son de una dureza implacable y demuestran, a fuerza de su inequívoca condena, cierta ignorancia, a la luz de planteamientos más recientes como los ofrecidos, por ejemplo, por la sociología de Pierre Bourdieu y la etnomusicología. Acaso Adorno, que llegó a “exiliarse” de la cultura europea con su radical negatividad, no pudo librarse del todo de los dogmas de su clase social y del universalismo ilustrado de raíz kantiana que constituye en parte su punto de partida epistemológico.

1. Hijo de un comerciante de vinos judío de Frankfurt de posición acomodada y de una cantante de ópera de origen franco-italiano, Adorno tuvo una educación musical extraordinariamente esmerada, asimilando desde la infancia la gran tradición de la música germánica, una tradición que pronto se resquebrajaría con el advenimiento de los conflictos bélicos que enterrarían a Europa en la primera mitad del siglo XX. El eje de referencias estéticas sobre el que se vertebra el hacer musical de Adorno, en su labor como crítico pero también como compositor, es, sobre todo, la triada de compositores a los que dedicara sus Monografías: Richard Wagner, Gustav Mahler y Alban Berg. La genealogía resulta como sigue: Adorno, que en su juventud compuso obras en el espíritu del expresionismo musical de la segunda década del siglo XX, como sus piezas para cuarteto de cuerda, recibió clases de composición de Alban Berg en Viena durante los años 20, periodo durante el cual se fraguó entre ambos una sólida amistad. Berg, a su vez, se consideraba discípulo de Arnold Schoenberg, que había sido amigo y seguidor de Gustav Mahler. El lenguaje musical de Mahler, pese a su singularidad y unicidad, bebe de la obra de Anton Bruckner, compositor de filiación netamente wagneriana. Lo que cuenta de esta secuencia es que representa la historia del ocaso de la tonalidad en la tradición de la música burguesa germánica, ocaso que Adorno vive como un coetáneo.

2. Las intervenciones de Adorno estuvieron desde un principio marcadas por la polémica, bien por el contenido radical de sus escritos, bien por la forma a menudo difícil de estos, o por el propio talante intransigente del filósofo. Su propio objetivo al comenzar a publicar fue el de hacer la crítica más exigente, la más exquisita y compleja, sin concesiones al lector, yendo en este sentido más lejos que ninguno de sus contemporáneos. Así pues, se trata de un autor que en ningún momento quiso ganarse las simpatías de nadie, inflexiblemente seguro de sus puntos de vista, que mantuvo a lo largo de los años con pocas modificaciones. En sus textos breves, como el famoso “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha” o la “Crítica del músico aficionado, le leemos polemizando con diferentes personalidades de la época, rebatiendo las críticas que desde el principio se le hacían a sus posiciones y defendiendo sus propios postulados, trazados desde el prisma de su “dialéctica negativa”, muchas veces en forma de constelaciones de sentido, fragmentos hilados que no se cierran según el modelo de discursividad a que estamos acostumbrados. Este modo de escritura, que Adorno hace suyo definitivamente desde el momento del exilio de la Alemania nazi, es complejo y requiere a menudo más de una lectura, además de unos conocimientos previos de teoría musical e historia de la música. Las denuncias de Adorno como un autor abstruso son más que frecuentes y no del todo injustificadas. De ahí que la mayoría sus críticos haya optado por destilar una suerte de “vulgata” de sus ideas que malamente se corresponde con lo que el propio autor escribiera. Sin embargo, Adorno fue claro en algunos puntos: su idea de la obra de arte verdadera, también de la obra musical –que constituye el ejemplo de arte por antonomasia para él-- se corresponde con un lugar de resistencia en el cual se objetivan las contradicciones históricas, en este caso las señas de identidad de una sociedad donde se dan los antagonismos de clase y la explotación de la vida por parte del dominio capitalista, y lleva contenida en sí una promesa de redención. La “música superior”, como él la califica constantemente, entroncando con la evolución histórica europea en el manejo técnico del material, en un proceso cada vez más acusado de diferenciación (la “emancipación” de la música que se da a partir del siglo XVIII, una vez liberada de ser un mero soporte de la danza o del texto), ha de pagar en el presente el precio del aislamiento para poder seguir existiendo como antítesis de lo dado. Esta función que Adorno atribuye al arte en general bebe naturalmente del espíritu de las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Adorno se decantó desde muy pronto de manera entusiasta por la poética musical de Arnold Schoenberg, el principal supresor de la tonalidad y creador del dodecafonismo, y fue uno de los “padres espirituales” de los seminarios de composición de Darmstadt durante la posguerra alemana, de los cuales surgieron las líneas maestras de la composición contemporánea que llegan hasta nuestros días. Dejando a un lado el tema del “envejecimiento de la Nueva Música” que el mismo Adorno advirtiera ya en los años cuarenta cuando escribió su célebre Filosofía de la Nueva Música, en sus textos musicales notamos que sus puntos de vista son, antes que nada, los de un compositor[1]: Adorno habla permanentemente de materiales musicales y formas concretas, a las cuales adscribe unos modos de conciencia determinados históricamente, usando a menudo el lenguaje del materialismo histórico y del psicoanálisis. Tal es el caso del mencionado texto sobre la fetichización de la música[2], en el cual Adorno emplea las categorías clásicas de valor de uso y valor de cambio para describir el modo en el que la percepción de la música en el capitalismo avanzado se basa en una enajenación que pone la música “al servicio de los anuncios de las mercancías que han de adquirirse para poder oír música”, mientras que el término “regresión”, de filiación freudiana, tiene que ver con el embrutecimiento del gusto por lo siempre igual que propicia la industria cultural. Su asombrosa erudición le hace recorrer las partituras compás por compás[3], analizando distintas obras y extrayendo e interpretando cada parte en su relación dialéctica con la totalidad. Su noción de la escucha correcta pasa por hacer del oyente mismo un compositor: “En una concepción inmediata y espontánea de la música, captar la pieza en cuestión como un conjunto de sentido, como una unidad de sentido en la que todos los momentos tienen una función en el todo. Se debe captar de forma espontánea la lógica musical de cada pieza, más concretamente, la lógica específica de cada pieza”. El oyente debe ser conducido a “componer él mismo” la pieza al escucharla. Contrapone así su idea de la “escucha estructural” frente al “virtuosismo culinario” del melómano esnob.

3. No es de extrañar, después de todo esto, que Adorno no se interesara por la música popular más que como un fenómeno primitivo o infantil en su manejo de los medios, o en el caso de la música de masas auspiciada por la industria, como manifestación regresiva de la alienación generalizada. Formalmente, acostumbrado a las insondables profundidades de la obra de un Mahler o un Schoenberg, no hubiera sentido más que repugnancia o desdén si hubiera alcanzado a conocer el groove de Billie Jean. No hizo nunca alusión directa a ninguna de las estrellas de la década de los sesenta (Adorno murió en el sesenta y nueve, por lo tanto tuvo noticia forzosamente del auge de los Beatles y otros grupos de la época), pero sí que hizo unas manifestaciones televisivas en las que decía encontrar “insoportable” que en las pretendidas “canciones protesta” se hablara del Vietnam y se sacara un provecho comercial de ello. Afirmaba que el jazz, contrariamente a lo que se sostenía, no era la expresión de rebeldía de los descendientes de esclavos, sino justamente lo contrario, la canción del siervo domesticado por el amo. Dondequiera que escuchara, sólo percibía estandarización, uniformización, un infantilismo que nada tenía que ver con la infancia. Su argumentación sostiene que si el arte es de consumo masivo, es rechazable, porque apela necesariamente a lo más bajo del ser humano, que Adorno identificaba con el fascismo. Las ideas de un arte de masas “de calidad” le parecen inverosímiles, pues desde que el arte “se eleva” pierde su base masiva. De ahí sus controversias con la intelligentsia soviética que apostaba por una música de masas basada en la tradición popular y que fuera accesible para el pueblo llano, y que Adorno saldó de manera irónica, con la afirmación de que “el pueblo es el opio del pueblo”[4]. En última instancia queda el arte verdadero que, forzosamente minoritario, debe generar rechazo para poder, desde el aislamiento y la condena generalizada, representar “lo otro” y cumplir así su función social: ser la tinta negra con la que se escribe sobre el blanco de la historia.

4.¿Cómo asumir los puntos de vista de Adorno sobre música hoy en día? ¿Cómo hacerlo, además, desde el sur, desde una cultura no germánica y no burguesa? ¿Cabe una lectura de Adorno “desde abajo”? La etnomusicología ha investigado la función de la música como conformadora de realidades sociales, como elemento identitario de diferentes culturas y como juego de lenguaje. El énfasis puesto por ejemplo en el baile, hecho social fundamental en la mayoría de las culturas, es del todo ajeno a los planteamientos adornianos, que consideran la música de baile poco menos que una expresión de barbarie (y quizás quepa recordar aquí que “barbarie” es siempre un concepto que va en dos direcciones a la vez, siendo el lugar del “bárbaro” intercambiable en todo momento). Resulta de todo punto inconcebible imaginar a Adorno bailando salsa, bachata o merengue, con una mano en la cabeza, una mano en la cintura, un movimiento sexy (pero sí resultaría verosímil imaginarlo en cambio siguiendo los pasos del Bello Danubio Azul). Adorno consideraba instrumentos “infantiles” la guitarra o el acordeón o la flauta de pico[5]. Lo suyo era sin duda el Steinway o el Bösendorfer. Adorno era un hombre terriblemente serio, y es esa seriedad quizás su punto más débil, ese tremendismo en detalles que hoy se nos antojan nimios: rasgos que quiso observar en la música de masas que denotaban sadismo en el contrapunto, impotencia sexual de la escucha del jazz, masoquismo en la conducción de las terceras menores en los arreglos de las canciones de moda… todo eso no ha aguantado bien el paso del tiempo. Sus admoniciones contra la sociedad administrada dan por hecho la consumación de un régimen fascistoide (del mismo modo en que Guy Debord clamaba contra la sociedad del espectáculo, afirmando su totalitaria instalación en el alma de occidente), sin dejar un lugar a la esperanza de cambio, asunto que quedó bien claro en sus enfrentamientos con los estudiantes durante los años sesenta, cuando haciendo acopio de escepticismo, llegó a posturas francamente conservadoras y pro-establishment. Siempre hay algo de verdad en todo cuanto escribe Adorno, y también en su crítica musical, esto debe quedar claro. Sin embargo es complicado establecer hasta qué punto sus puntos de vista son susceptibles de continuación o constituyen más bien un punto y final. Antoine Henion, en su enjundioso ensayo La pasión musical, ha escrito recientemente:
Adorno ha fascinado a una generación de sociólogos del arte. En seguida apareció como la figura monstruosa que cabía derribar. Él se prestaba a semejante suerte, escribiendo en un estilo provocador, fundado sobre el “todo o nada”: su crítica radical pronto fue denunciada como una odiosa defensa reaccionaria de la élite, y la masa (los estudiantes de filosofía del arte y algunos investigadores) lo rechazó, confirmándole en sus ideas. Más interesante es aprovechar la potencia de su pensamiento para hacer avanzar los problemas que él ha tratado, no en sus visiones apocalípticas sobre las sub-artes o la cultura, sino en los escritos en los que su amor por el arte y su intransigencia lo empujan a hacer hablar a las obras a un nivel que jamás había alcanzado.[6]

5. Leyendo la crítica musical de Adorno uno se siente con frecuencia atacado personalmente, y en una defensa desesperada se podría alegar que la cultura de Adorno no es la nuestra, precisamente porque la cultura de Adorno es “la” Cultura, es decir, la cultura burguesa centroeuropea heredera del romanticismo decimonónico. Muy burguesa y muy europea, profundamente etnocéntrica, que entiende una universalidad de cuño dieciochesco, precisamente aquella universalidad ilustrada que puso en tela de juicio en su Dialéctica de la Ilustración. Sus apreciaciones musicales, sus críticas implacables, son un eco de la era de las vanguardias, el testimonio obstinado e insobornable de un carácter férreo, que, precisamente por su rigidez, están condenadas en parte a la obsolescencia. Nosotros, desde una clase media hispana que ha crecido al son de la música popular comercializada por la industria, que se ha desarrollado con la americanización a marchas forzadas de la cultura musical, consumada a partir de los años sesenta, carecemos de los referentes de una tradición que se quiso soberana, autónoma y que hizo del arte una promesa de redención. En nuestro tiempo, pensamos, acaso se haya producido aquella “mutación antropológica” sobre la que advirtiera Pier Paolo Pasolini: la asunción del capitalismo consumista como nuevo marco de referencias y valores. Nuestra cultura es aquella “pseudo-cultura” (Halbbildung) que Adorno denunciara como característica del capitalismo de masas. Nuestra propia formación escolar adolece de todas las carencias que él mismo señalara. Los hijos de los asalariados no hemos tenido a Goethe en nuestra mesa de noche hasta muy tarde. En el aspecto meramente musical, nuestros “clásicos” son los Beatles, el jazz, Elvis, Sinatra… incluso los Sex Pistols tienen ya ese estatus, puesto que ya son varias las generaciones que veneran a sus clásicos del pop. También, fuera del ámbito anglosajón, son clásicos los Panchos, Carlos Gardel, Lola Flores o Rocío Jurado, en suma, los grandes éxitos de la música popular de la era de la distribución masiva. Las críticas de Adorno son en parte odiosas porque conforman metafóricamente el abuso del sobrealimentado que se burla de la pobreza que le rodea (en sus propias metáforas los juicios clasistas son frecuentes). El que tiene “algo” no soporta las admoniciones del que tiene “demasiado”. Naturalmente, también nosotros conocemos la “música clásica”, tal y como sabemos que Leonardo Da Vinci pintó la Gioconda, e incluso nos esforzamos en alcanzar una fruición museística capaz de degustar tan excelsos manjares. Pero no es “nuestra música”. Es música del pasado. Música de museo. Música lejana. Nuestra educación sentimental está ligada al desarrollo de la industria del disco y a los diversos productos que esta industria nos ha ofrecido. Adorno desbarata con la rotundidad de su conocimiento todo el sentimentalismo de nuestros “yesterdays”, precisamente porque su estima del arte musical va más allá de ese sentimentalismo fácil que es la esencia del pop. Adorno es entonces el extranjero total, que nos interpela sin querer convencernos de nada, pero al cual no podemos refutar desde nuestro idioma sin hacer violencia a la razón común. Adorno tiene razón, pero un abismo nos separa.

6. Quizás haya sido Pierre Bourdieu el autor que con más contundencia ha atacado el clasismo en la pretensión de universalidad que se esconde detrás de la estética filosófica[7]. La “distancia” que reivindica el juicio estético, en Kant y en Schopenhauer, pero también en Adorno e incluso en Derrida, esa distancia que posibilita la representación mental del objeto, esconde siempre una repugnancia por lo inmediato, por lo obvio, por lo que se entrega demasiado fácilmente. En su post-escriptum a La distinción, que el sociólogo francés denominó justamente “Elementos para una crítica “vulgar” de las críticas “puras””, podemos leer lo siguiente:
Si se va hasta las últimas consecuencias de una estética que, según la lógica del Ensayo sobre las magnitudes negativas (Kant), debe medir la virtud por la amplitud de los vicios dominados, y el gusto puro por la intensidad de la pulsión negada y de la vulgaridad vencida, debe reconocerse el arte más consumado en las obras que llevan al grado más alto de tensión la antítesis de la barbarie civilizada, de la impulsión refrenada, de la grosería sublimada: así, actualmente, Mahler, que ha llevado más lejos que nadie el peligroso juego con la facilidad y con todas las formas de recuperación culta de las “artes populares”o incluso de lo “ramplón”.
Justamente Mahler, a quien Adorno dedicara sus pasajes más logrados, pero también Beethoven, otro compositor del “placer infinitamente diferido”. Continúa Bourdieu: “Placer ascético, placer vano que encierra en sí mismo la renuncia al placer, placer depurado de placer, el placer puro está predispuesto para devenir un símbolo de excelencia moral, y la obra de arte una prueba de superioridad ética, una medida indiscutible de la capacidad de sublimación que define al hombre verdaderamente humano: la apuesta del discurso estético, y da la imposición de una definición de lo propiamente humano que apunta a realizar, no es otra cosa que el monopolio de la humanidad. Lo que corresponde atestiguar al arte es, por supuesto, la diferencia entre los hombres y los no-hombres”. Aunque no se pueda reducir enteramente el planteamiento filosófico de Adorno a este esquema, que Bourdieu aplica principalmente a Kant, es indudable que sus ecos tocan de lleno el problema de la sensibilidad adorniana, que queda explicitada continuamente a lo largo de sus escritos, adscribiéndose esta a la sempiterna estética burguesa, que sojuzga y define el mundo en derredor desde una presunta distancia e imparcialidad que oculta los mecanismos de clase que la sostienen.

7. Concluimos. Adorno no habla de música ni siquiera cuando habla de música. Adorno hace eminentemente filosofía, escritura en juego pegada a su circunstancia vital. No hay apenas empiria (pese a que cultivó el método sociológico y las encuestas) ni referentes reales más que como excusa para decir otra cosa, mucho más importante que si tal o cual música particular es o no es valiosa. La trampa de Adorno es llevar la música a su terreno, donde deja de ser música para ser entidad, concepto, rasgo de una realidad autónoma que no casa con lo existente. El resultado del trabajo sobre los materiales musicales emprendido por Adorno es incierto. Sus tesis no resultan corroborables. Pero no es eso lo que cuenta. En el obituario que a su muerte le dedicaron sus alumnos en la prensa francfortiana, podía leerse lo siguiente: “Cuanto más monumental sea la lápida de inmensa veneración que se haga rodar sobre el inquebrantable negador, con tanta mayor seguridad quedará enterrada para siempre su fuerza erosiva”.[8] La lectura de Adorno, en su crítica musical y en su obra al completo, tiene su sentido precisamente en la confrontación que nos impone, en el conflicto que surge de cara a nuestras inercias y nuestras convicciones más profundas. Lo que podemos hacer nosotros, cuando se cumplen los cuarenta años desde de su muerte, es leer con atención sus textos sin querer “asimilarlos”, dejándolos en su crudeza, inasumibles en muchos aspectos, testimonio intelectual de una “vida dañada” que no dejó de alertar de un peligro que aún (siempre, y acaso cada vez más) nos acecha: la aniquilación que se esconde en el devenir de la totalidad administrada de un capitalismo que progresivamente va dominando el planeta.
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[1] Su obra musical, compuesta en mayor parte de fragmentos, algunos muy cortos, de apenas ocho compases, usa el lenguaje del atonalismo libre cercano al Schoenberg de los años diez y al estilo posterior de Alban Berg.
[2] Adorno, T.W: Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha. En Disonancias. Akal, 2009.
[3] Adorno, T. W.: Monografías musicales. Akal, 2008.
[4] Adorno: La música tutelada. En Disonacias. Akal, 2009.
[5] Adorno: Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha. Op. cit.
[6] Henion, A.: La pasión musical. Paidós, 2002.
[7] Bourdieu, P.: La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Taurus, 1998.
[8] Müller-Doohm, S: En tierra de nadie. T.W. Adorno. Una biografía intelectual. Herder, 2003.

lunes, 2 de febrero de 2009

Música. Marx. Adorno

Este texto está basado en algunos aspectos expuestos en el capítulo cuarto del libro de Adam Krims Music and Urban Geography, titulado “Marxist music analysis after Adorno” (1).
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La figura de Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969), como es bien sabido, constituye desde hace al menos cincuenta años la gran referencia de la crítica musical seria en lo concerniente a los modos de producción musical imperantes en el capitalismo y a las formas musicales producidas bajo este régimen. Por lo general, la mayoría de los estudiosos (en especial aquellos que se dedican al trabajo sobre la música popular) se enfrentan a Adorno como el principal “obstáculo” para poder desarrollar sus variadas digresiones. Al parecer, el planteamiento adorniano sólo admite un “conmigo” (raramente) o “contra mí” (mayoritario) si bien lo que llamamos “planteamiento adorniano” representa un destilado de la obra musicológica de este autor judeo-alemán que suele caer en la simplificación. Los escritos de Adorno son arduos y con frecuencia extensos y la crítica que ha surgido en respuesta a sus presuntas tesis por lo general no confronta directamente los textos originales sino que se remite a planteamientos elementales con los que no comulga. Una cosa parece clara: las posiciones de Adorno no son asumibles para la teoría contemporánea, que ve no se atreve a llevar tan lejos la crítica a un sistema que quizás es condición de posibilidad de su propia subsistencia.

El rigurosísimo trabajo de Adorno merece un comentario aparte y ya nos ocuparemos de él más adelante. Ahora lo que quisiéramos introducir es un solo aspecto: aquel que tiene que ver con el estricto presente histórico y la actual morfología del capitalismo global, que ha resultado ser diferente de aquel capitalismo fordista que subyace en la crítica adorniana y que, según se desprende de esta, tendería a la estandarización de la música-mercancía de acuerdo con los parámetros generales de producción. Se habla de que nuestro presente es postfordista en el sentido de que el capitalismo ha adoptado lo que los estudiosos llaman “sistema de acumulación flexible”: la propiedad del capital y el control de los medios de producción se han “disociado”, de modo que, mientras que la tendencia a la fusión de los conglomerados multinacionales muestra una concentración creciente del capital (actualmente tres o cuatro “monstruos” poseen alrededor del 90% de la música que se consume), el mercado musical se ha diversificado en innumerables géneros y subgéneros controlados por compañías que funcionan de modo “independiente”, dando lugar a una gran proliferación y diversidad de estilos que ocupan los diferentes nichos de mercado:

The costs of professional-quality production, in the wake of ever cheaper digital technology and programming, have enabled profitable independent music production on a smaller scale than Adorno could ever have envisioned. Of course, such independence exists only in the most attenuated state, as “indies” perform an integral role in a system that also embraces and supports the “majors”. (Krims, p. 97)

Según Krims, “una situación tal ha de reconocer la inadecuación de una concepción adorniana, visto que esta concentración sin precedentes de la industria de la grabación musical no promueve necesariamente una homogeneización mayor del producto (en su forma o en su contenido)”. La conocida tesis de la “regresión de la escucha” no tiene por qué cumplirse, antes al contrario, la proliferación casi ilimitada de estilos (tantos como músicos se avengan a registrar sus composiciones en los actuales soportes digitales, que proporcionan una calidad profesional y son económicamente accesibles) posibilita una renovación permanente de experiencias estéticas y un acceso a formas musicales insospechadas. Adorno estaba en lo cierto cuando advirtió de la absorción de la música dentro de la dinámica capitalista de producción masiva de bienes, pero se equivocó acerca de las particularidades que estructurarían el modelo actual.

La acumulación flexible permite también a la producción capitalista eludir en cierta medida la crítica acerca del imperialismo cultural que subyace en la crítica adorniana. Este aspecto ya ha sido tratado brevemente cuando hablábamos de la world music. En efecto, la producción a pequeña escala, adaptada a los mercados locales, ha permitido a la industria establecer un feedback con las diversas audiencias musicales, respondiendo a la demanda del público y conformando lo que se ha dado en llamar “consumo activo”, es decir, aquel que elige las características de lo que se quiere consumir, desmintiendo así la pesadilla de Adorno acerca de una audiencia pasiva y una uniformización progresiva de la conciencia.

Sin embargo, nada de lo afirmado hasta aquí permite caer en una ingenuidad celebratoria: la proliferación de estilos musicales y la visibilidad adquirida por músicos de todo el mundo que han conseguido traspasar las fronteras de sus naciones empobrecidas son un resultado de la estrategia del capital global progresivamente concentrado que permite a los grandes propietarios manejar las manifestaciones que aparentemente se les oponen: a la vez que las voces subalternas se hacen oír o, al menos, acceden a su nicho de mercado, las desregulaciones acaban con el sector público de los distintos países y se agravan las distancias entre los que tienen y los que no tienen. Son las dos caras de una misma realidad. Y la “liberación” no aparece por ningún lado. La proliferación de apuestas “independientes” llega al público precisamente gracias a las redes de distribución de los conglomerados. El ejemplo palmario de este fenómeno es Internet, que canaliza posibilidades virtualmente ilimitadas a través de las líneas que controla principalmente un solo conglomerado (Cisco Systems). Finalmente, concluye Krims:

In regimes of flexible accumulation and just-in-time production, enormous inequalities in power (including but not limited to wealth) may not just be consistent with, but may even depend on, the stylistic, ethnic, and geographic mobility and diversity that pervade the current sphere (…) The distinguished consumer should be omnivorous –and such boundary-transgressing tastes, far from being somehow revolutionary, in fact constitute the essence of bourgeois preference (p. 103).

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(1) Krims, A: Music and Urban Geography. Routledge, New York, 2007. Adam Krims es profesor de análisis musical en la Universidad de Nottingham, RU. Es autor del libro Rap Music and the Poetics of Identity, ensayo galardonado por los medios académicos británicos.