domingo, 30 de agosto de 2009

Escuchando a Adorno

El valor de un pensamiento se mide por la distancia respecto de la continuidad de lo conocido. Ese valor decrece con la disminución de esa distancia; cuanto más se acerca el pensamiento al estándar dado, tanto más desaparece su función antitética: sólo en esta última reside su reclamo de vigencia, y no en su existencia aislada.
T.W. Adorno (Minima Moralia)


0. Enfrentarse hoy a los escritos musicales de Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969) constituye una experiencia que no puede dejar indiferente a nadie mínimamente interesado por la música y el pensamiento musical. El desconcierto y la perplejidad, así como una duda profunda se instalan en el lector desprevenido que se sumerge en los análisis adornianos. Es un lugar común afirmar que los escritos de Adorno generan rechazo: precisamente esa es hoy su principal virtud y por ello vale la pena insistir en ellos, en estos tiempos en que todo cuanto no ofrezca deleite y confirmación de lo dado recibe la condena de los degustadores intelectuales de turno. Cuando Adorno escribe sobre música no es, pese a los epítetos que leemos con frecuencia, ni un musicólogo ni un sociólogo en el sentido que hoy damos a estos términos. De hecho resulta difícil otorgar un apelativo genérico a la escritura musicológica de Adorno, indisociable de su obra propiamente filosófica y, más aun, de su propia experiencia vital como compositor e intérprete. La problemática que presenta hoy el grueso de los textos musicales de Adorno tiene que ver sobre todo con sus consideraciones acerca de la música popular, dado que sus puntos de vista son de una dureza implacable y demuestran, a fuerza de su inequívoca condena, cierta ignorancia, a la luz de planteamientos más recientes como los ofrecidos, por ejemplo, por la sociología de Pierre Bourdieu y la etnomusicología. Acaso Adorno, que llegó a “exiliarse” de la cultura europea con su radical negatividad, no pudo librarse del todo de los dogmas de su clase social y del universalismo ilustrado de raíz kantiana que constituye en parte su punto de partida epistemológico.

1. Hijo de un comerciante de vinos judío de Frankfurt de posición acomodada y de una cantante de ópera de origen franco-italiano, Adorno tuvo una educación musical extraordinariamente esmerada, asimilando desde la infancia la gran tradición de la música germánica, una tradición que pronto se resquebrajaría con el advenimiento de los conflictos bélicos que enterrarían a Europa en la primera mitad del siglo XX. El eje de referencias estéticas sobre el que se vertebra el hacer musical de Adorno, en su labor como crítico pero también como compositor, es, sobre todo, la triada de compositores a los que dedicara sus Monografías: Richard Wagner, Gustav Mahler y Alban Berg. La genealogía resulta como sigue: Adorno, que en su juventud compuso obras en el espíritu del expresionismo musical de la segunda década del siglo XX, como sus piezas para cuarteto de cuerda, recibió clases de composición de Alban Berg en Viena durante los años 20, periodo durante el cual se fraguó entre ambos una sólida amistad. Berg, a su vez, se consideraba discípulo de Arnold Schoenberg, que había sido amigo y seguidor de Gustav Mahler. El lenguaje musical de Mahler, pese a su singularidad y unicidad, bebe de la obra de Anton Bruckner, compositor de filiación netamente wagneriana. Lo que cuenta de esta secuencia es que representa la historia del ocaso de la tonalidad en la tradición de la música burguesa germánica, ocaso que Adorno vive como un coetáneo.

2. Las intervenciones de Adorno estuvieron desde un principio marcadas por la polémica, bien por el contenido radical de sus escritos, bien por la forma a menudo difícil de estos, o por el propio talante intransigente del filósofo. Su propio objetivo al comenzar a publicar fue el de hacer la crítica más exigente, la más exquisita y compleja, sin concesiones al lector, yendo en este sentido más lejos que ninguno de sus contemporáneos. Así pues, se trata de un autor que en ningún momento quiso ganarse las simpatías de nadie, inflexiblemente seguro de sus puntos de vista, que mantuvo a lo largo de los años con pocas modificaciones. En sus textos breves, como el famoso “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha” o la “Crítica del músico aficionado, le leemos polemizando con diferentes personalidades de la época, rebatiendo las críticas que desde el principio se le hacían a sus posiciones y defendiendo sus propios postulados, trazados desde el prisma de su “dialéctica negativa”, muchas veces en forma de constelaciones de sentido, fragmentos hilados que no se cierran según el modelo de discursividad a que estamos acostumbrados. Este modo de escritura, que Adorno hace suyo definitivamente desde el momento del exilio de la Alemania nazi, es complejo y requiere a menudo más de una lectura, además de unos conocimientos previos de teoría musical e historia de la música. Las denuncias de Adorno como un autor abstruso son más que frecuentes y no del todo injustificadas. De ahí que la mayoría sus críticos haya optado por destilar una suerte de “vulgata” de sus ideas que malamente se corresponde con lo que el propio autor escribiera. Sin embargo, Adorno fue claro en algunos puntos: su idea de la obra de arte verdadera, también de la obra musical –que constituye el ejemplo de arte por antonomasia para él-- se corresponde con un lugar de resistencia en el cual se objetivan las contradicciones históricas, en este caso las señas de identidad de una sociedad donde se dan los antagonismos de clase y la explotación de la vida por parte del dominio capitalista, y lleva contenida en sí una promesa de redención. La “música superior”, como él la califica constantemente, entroncando con la evolución histórica europea en el manejo técnico del material, en un proceso cada vez más acusado de diferenciación (la “emancipación” de la música que se da a partir del siglo XVIII, una vez liberada de ser un mero soporte de la danza o del texto), ha de pagar en el presente el precio del aislamiento para poder seguir existiendo como antítesis de lo dado. Esta función que Adorno atribuye al arte en general bebe naturalmente del espíritu de las vanguardias europeas de principios del siglo XX. Adorno se decantó desde muy pronto de manera entusiasta por la poética musical de Arnold Schoenberg, el principal supresor de la tonalidad y creador del dodecafonismo, y fue uno de los “padres espirituales” de los seminarios de composición de Darmstadt durante la posguerra alemana, de los cuales surgieron las líneas maestras de la composición contemporánea que llegan hasta nuestros días. Dejando a un lado el tema del “envejecimiento de la Nueva Música” que el mismo Adorno advirtiera ya en los años cuarenta cuando escribió su célebre Filosofía de la Nueva Música, en sus textos musicales notamos que sus puntos de vista son, antes que nada, los de un compositor[1]: Adorno habla permanentemente de materiales musicales y formas concretas, a las cuales adscribe unos modos de conciencia determinados históricamente, usando a menudo el lenguaje del materialismo histórico y del psicoanálisis. Tal es el caso del mencionado texto sobre la fetichización de la música[2], en el cual Adorno emplea las categorías clásicas de valor de uso y valor de cambio para describir el modo en el que la percepción de la música en el capitalismo avanzado se basa en una enajenación que pone la música “al servicio de los anuncios de las mercancías que han de adquirirse para poder oír música”, mientras que el término “regresión”, de filiación freudiana, tiene que ver con el embrutecimiento del gusto por lo siempre igual que propicia la industria cultural. Su asombrosa erudición le hace recorrer las partituras compás por compás[3], analizando distintas obras y extrayendo e interpretando cada parte en su relación dialéctica con la totalidad. Su noción de la escucha correcta pasa por hacer del oyente mismo un compositor: “En una concepción inmediata y espontánea de la música, captar la pieza en cuestión como un conjunto de sentido, como una unidad de sentido en la que todos los momentos tienen una función en el todo. Se debe captar de forma espontánea la lógica musical de cada pieza, más concretamente, la lógica específica de cada pieza”. El oyente debe ser conducido a “componer él mismo” la pieza al escucharla. Contrapone así su idea de la “escucha estructural” frente al “virtuosismo culinario” del melómano esnob.

3. No es de extrañar, después de todo esto, que Adorno no se interesara por la música popular más que como un fenómeno primitivo o infantil en su manejo de los medios, o en el caso de la música de masas auspiciada por la industria, como manifestación regresiva de la alienación generalizada. Formalmente, acostumbrado a las insondables profundidades de la obra de un Mahler o un Schoenberg, no hubiera sentido más que repugnancia o desdén si hubiera alcanzado a conocer el groove de Billie Jean. No hizo nunca alusión directa a ninguna de las estrellas de la década de los sesenta (Adorno murió en el sesenta y nueve, por lo tanto tuvo noticia forzosamente del auge de los Beatles y otros grupos de la época), pero sí que hizo unas manifestaciones televisivas en las que decía encontrar “insoportable” que en las pretendidas “canciones protesta” se hablara del Vietnam y se sacara un provecho comercial de ello. Afirmaba que el jazz, contrariamente a lo que se sostenía, no era la expresión de rebeldía de los descendientes de esclavos, sino justamente lo contrario, la canción del siervo domesticado por el amo. Dondequiera que escuchara, sólo percibía estandarización, uniformización, un infantilismo que nada tenía que ver con la infancia. Su argumentación sostiene que si el arte es de consumo masivo, es rechazable, porque apela necesariamente a lo más bajo del ser humano, que Adorno identificaba con el fascismo. Las ideas de un arte de masas “de calidad” le parecen inverosímiles, pues desde que el arte “se eleva” pierde su base masiva. De ahí sus controversias con la intelligentsia soviética que apostaba por una música de masas basada en la tradición popular y que fuera accesible para el pueblo llano, y que Adorno saldó de manera irónica, con la afirmación de que “el pueblo es el opio del pueblo”[4]. En última instancia queda el arte verdadero que, forzosamente minoritario, debe generar rechazo para poder, desde el aislamiento y la condena generalizada, representar “lo otro” y cumplir así su función social: ser la tinta negra con la que se escribe sobre el blanco de la historia.

4.¿Cómo asumir los puntos de vista de Adorno sobre música hoy en día? ¿Cómo hacerlo, además, desde el sur, desde una cultura no germánica y no burguesa? ¿Cabe una lectura de Adorno “desde abajo”? La etnomusicología ha investigado la función de la música como conformadora de realidades sociales, como elemento identitario de diferentes culturas y como juego de lenguaje. El énfasis puesto por ejemplo en el baile, hecho social fundamental en la mayoría de las culturas, es del todo ajeno a los planteamientos adornianos, que consideran la música de baile poco menos que una expresión de barbarie (y quizás quepa recordar aquí que “barbarie” es siempre un concepto que va en dos direcciones a la vez, siendo el lugar del “bárbaro” intercambiable en todo momento). Resulta de todo punto inconcebible imaginar a Adorno bailando salsa, bachata o merengue, con una mano en la cabeza, una mano en la cintura, un movimiento sexy (pero sí resultaría verosímil imaginarlo en cambio siguiendo los pasos del Bello Danubio Azul). Adorno consideraba instrumentos “infantiles” la guitarra o el acordeón o la flauta de pico[5]. Lo suyo era sin duda el Steinway o el Bösendorfer. Adorno era un hombre terriblemente serio, y es esa seriedad quizás su punto más débil, ese tremendismo en detalles que hoy se nos antojan nimios: rasgos que quiso observar en la música de masas que denotaban sadismo en el contrapunto, impotencia sexual de la escucha del jazz, masoquismo en la conducción de las terceras menores en los arreglos de las canciones de moda… todo eso no ha aguantado bien el paso del tiempo. Sus admoniciones contra la sociedad administrada dan por hecho la consumación de un régimen fascistoide (del mismo modo en que Guy Debord clamaba contra la sociedad del espectáculo, afirmando su totalitaria instalación en el alma de occidente), sin dejar un lugar a la esperanza de cambio, asunto que quedó bien claro en sus enfrentamientos con los estudiantes durante los años sesenta, cuando haciendo acopio de escepticismo, llegó a posturas francamente conservadoras y pro-establishment. Siempre hay algo de verdad en todo cuanto escribe Adorno, y también en su crítica musical, esto debe quedar claro. Sin embargo es complicado establecer hasta qué punto sus puntos de vista son susceptibles de continuación o constituyen más bien un punto y final. Antoine Henion, en su enjundioso ensayo La pasión musical, ha escrito recientemente:
Adorno ha fascinado a una generación de sociólogos del arte. En seguida apareció como la figura monstruosa que cabía derribar. Él se prestaba a semejante suerte, escribiendo en un estilo provocador, fundado sobre el “todo o nada”: su crítica radical pronto fue denunciada como una odiosa defensa reaccionaria de la élite, y la masa (los estudiantes de filosofía del arte y algunos investigadores) lo rechazó, confirmándole en sus ideas. Más interesante es aprovechar la potencia de su pensamiento para hacer avanzar los problemas que él ha tratado, no en sus visiones apocalípticas sobre las sub-artes o la cultura, sino en los escritos en los que su amor por el arte y su intransigencia lo empujan a hacer hablar a las obras a un nivel que jamás había alcanzado.[6]

5. Leyendo la crítica musical de Adorno uno se siente con frecuencia atacado personalmente, y en una defensa desesperada se podría alegar que la cultura de Adorno no es la nuestra, precisamente porque la cultura de Adorno es “la” Cultura, es decir, la cultura burguesa centroeuropea heredera del romanticismo decimonónico. Muy burguesa y muy europea, profundamente etnocéntrica, que entiende una universalidad de cuño dieciochesco, precisamente aquella universalidad ilustrada que puso en tela de juicio en su Dialéctica de la Ilustración. Sus apreciaciones musicales, sus críticas implacables, son un eco de la era de las vanguardias, el testimonio obstinado e insobornable de un carácter férreo, que, precisamente por su rigidez, están condenadas en parte a la obsolescencia. Nosotros, desde una clase media hispana que ha crecido al son de la música popular comercializada por la industria, que se ha desarrollado con la americanización a marchas forzadas de la cultura musical, consumada a partir de los años sesenta, carecemos de los referentes de una tradición que se quiso soberana, autónoma y que hizo del arte una promesa de redención. En nuestro tiempo, pensamos, acaso se haya producido aquella “mutación antropológica” sobre la que advirtiera Pier Paolo Pasolini: la asunción del capitalismo consumista como nuevo marco de referencias y valores. Nuestra cultura es aquella “pseudo-cultura” (Halbbildung) que Adorno denunciara como característica del capitalismo de masas. Nuestra propia formación escolar adolece de todas las carencias que él mismo señalara. Los hijos de los asalariados no hemos tenido a Goethe en nuestra mesa de noche hasta muy tarde. En el aspecto meramente musical, nuestros “clásicos” son los Beatles, el jazz, Elvis, Sinatra… incluso los Sex Pistols tienen ya ese estatus, puesto que ya son varias las generaciones que veneran a sus clásicos del pop. También, fuera del ámbito anglosajón, son clásicos los Panchos, Carlos Gardel, Lola Flores o Rocío Jurado, en suma, los grandes éxitos de la música popular de la era de la distribución masiva. Las críticas de Adorno son en parte odiosas porque conforman metafóricamente el abuso del sobrealimentado que se burla de la pobreza que le rodea (en sus propias metáforas los juicios clasistas son frecuentes). El que tiene “algo” no soporta las admoniciones del que tiene “demasiado”. Naturalmente, también nosotros conocemos la “música clásica”, tal y como sabemos que Leonardo Da Vinci pintó la Gioconda, e incluso nos esforzamos en alcanzar una fruición museística capaz de degustar tan excelsos manjares. Pero no es “nuestra música”. Es música del pasado. Música de museo. Música lejana. Nuestra educación sentimental está ligada al desarrollo de la industria del disco y a los diversos productos que esta industria nos ha ofrecido. Adorno desbarata con la rotundidad de su conocimiento todo el sentimentalismo de nuestros “yesterdays”, precisamente porque su estima del arte musical va más allá de ese sentimentalismo fácil que es la esencia del pop. Adorno es entonces el extranjero total, que nos interpela sin querer convencernos de nada, pero al cual no podemos refutar desde nuestro idioma sin hacer violencia a la razón común. Adorno tiene razón, pero un abismo nos separa.

6. Quizás haya sido Pierre Bourdieu el autor que con más contundencia ha atacado el clasismo en la pretensión de universalidad que se esconde detrás de la estética filosófica[7]. La “distancia” que reivindica el juicio estético, en Kant y en Schopenhauer, pero también en Adorno e incluso en Derrida, esa distancia que posibilita la representación mental del objeto, esconde siempre una repugnancia por lo inmediato, por lo obvio, por lo que se entrega demasiado fácilmente. En su post-escriptum a La distinción, que el sociólogo francés denominó justamente “Elementos para una crítica “vulgar” de las críticas “puras””, podemos leer lo siguiente:
Si se va hasta las últimas consecuencias de una estética que, según la lógica del Ensayo sobre las magnitudes negativas (Kant), debe medir la virtud por la amplitud de los vicios dominados, y el gusto puro por la intensidad de la pulsión negada y de la vulgaridad vencida, debe reconocerse el arte más consumado en las obras que llevan al grado más alto de tensión la antítesis de la barbarie civilizada, de la impulsión refrenada, de la grosería sublimada: así, actualmente, Mahler, que ha llevado más lejos que nadie el peligroso juego con la facilidad y con todas las formas de recuperación culta de las “artes populares”o incluso de lo “ramplón”.
Justamente Mahler, a quien Adorno dedicara sus pasajes más logrados, pero también Beethoven, otro compositor del “placer infinitamente diferido”. Continúa Bourdieu: “Placer ascético, placer vano que encierra en sí mismo la renuncia al placer, placer depurado de placer, el placer puro está predispuesto para devenir un símbolo de excelencia moral, y la obra de arte una prueba de superioridad ética, una medida indiscutible de la capacidad de sublimación que define al hombre verdaderamente humano: la apuesta del discurso estético, y da la imposición de una definición de lo propiamente humano que apunta a realizar, no es otra cosa que el monopolio de la humanidad. Lo que corresponde atestiguar al arte es, por supuesto, la diferencia entre los hombres y los no-hombres”. Aunque no se pueda reducir enteramente el planteamiento filosófico de Adorno a este esquema, que Bourdieu aplica principalmente a Kant, es indudable que sus ecos tocan de lleno el problema de la sensibilidad adorniana, que queda explicitada continuamente a lo largo de sus escritos, adscribiéndose esta a la sempiterna estética burguesa, que sojuzga y define el mundo en derredor desde una presunta distancia e imparcialidad que oculta los mecanismos de clase que la sostienen.

7. Concluimos. Adorno no habla de música ni siquiera cuando habla de música. Adorno hace eminentemente filosofía, escritura en juego pegada a su circunstancia vital. No hay apenas empiria (pese a que cultivó el método sociológico y las encuestas) ni referentes reales más que como excusa para decir otra cosa, mucho más importante que si tal o cual música particular es o no es valiosa. La trampa de Adorno es llevar la música a su terreno, donde deja de ser música para ser entidad, concepto, rasgo de una realidad autónoma que no casa con lo existente. El resultado del trabajo sobre los materiales musicales emprendido por Adorno es incierto. Sus tesis no resultan corroborables. Pero no es eso lo que cuenta. En el obituario que a su muerte le dedicaron sus alumnos en la prensa francfortiana, podía leerse lo siguiente: “Cuanto más monumental sea la lápida de inmensa veneración que se haga rodar sobre el inquebrantable negador, con tanta mayor seguridad quedará enterrada para siempre su fuerza erosiva”.[8] La lectura de Adorno, en su crítica musical y en su obra al completo, tiene su sentido precisamente en la confrontación que nos impone, en el conflicto que surge de cara a nuestras inercias y nuestras convicciones más profundas. Lo que podemos hacer nosotros, cuando se cumplen los cuarenta años desde de su muerte, es leer con atención sus textos sin querer “asimilarlos”, dejándolos en su crudeza, inasumibles en muchos aspectos, testimonio intelectual de una “vida dañada” que no dejó de alertar de un peligro que aún (siempre, y acaso cada vez más) nos acecha: la aniquilación que se esconde en el devenir de la totalidad administrada de un capitalismo que progresivamente va dominando el planeta.
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[1] Su obra musical, compuesta en mayor parte de fragmentos, algunos muy cortos, de apenas ocho compases, usa el lenguaje del atonalismo libre cercano al Schoenberg de los años diez y al estilo posterior de Alban Berg.
[2] Adorno, T.W: Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha. En Disonancias. Akal, 2009.
[3] Adorno, T. W.: Monografías musicales. Akal, 2008.
[4] Adorno: La música tutelada. En Disonacias. Akal, 2009.
[5] Adorno: Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha. Op. cit.
[6] Henion, A.: La pasión musical. Paidós, 2002.
[7] Bourdieu, P.: La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Taurus, 1998.
[8] Müller-Doohm, S: En tierra de nadie. T.W. Adorno. Una biografía intelectual. Herder, 2003.