domingo, 26 de septiembre de 2010

Doris Hochscheid

Primer movimiento de la Sonata Concertante de Rudolf Escher, compositor holandés del s. XX, sobrino del dibujante M. C. Escher.



martes, 21 de septiembre de 2010

Conciertos


jueves, 6 de mayo de 2010

martes, 2 de marzo de 2010

My Way

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viernes, 26 de febrero de 2010

Playback, un relato

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Me llamo Mamerto Jesús González Benítez, pero todo el que me conoce me llama Jimmi. No por Hendrix ni por nadie en concreto, sino para evitar tener que llamarme Mamerto, o peor aún, Mamerto Jesús, combinatoria de nombres que, como resulta sencillo comprobar, no admite diminutivos que no empeoren las cosas. Porque, reconozcámoslo, llamarse Mamerto es una brutalidad. Mamerto. Lleva esa sonoridad cerril consigo. Fonéticamente al menos. Gráficamente no es tan horrible, porque leemos esa combinación de emes iniciales y nos sobrevienen desde el inconsciente los recuerdos de la infancia, sin duda asociados con la palabra mamá, la madre, el cariño, el tiempo en que todo eran ilusiones. O acaso sintamos los varones ciertas pulsiones en lo más íntimo de nuestro escroto y nos vengan imágenes concupiscentes, bocas de mujer (o de hombre, según lo interiorizados que tengamos los preceptos eróticos platónicos), pechos, no de madre, sino de hembra andariega y fugaz, que así de degenerados somos. En fin, la cosa es que el nombre no se ve tan mal. Pero no es un nombre para una persona refinada. Y yo lo soy. En cuanto a la posibilidad de llamarme nada más y nada menos que como el Mesías, el Nazareno, el que por ti murió en la Cruz, Cristo Nuestro Señor Jesucristo y Cristo Rey, jamás tuve la menor duda ante tamaña impiedad. Me niego. Así que acepté como una bendición el que mis hermanas y mi madre, por verme tan triste desde pequeño a causa de mi nombre, siempre invariablemente triste, muy triste, comenzaran a llamarme Jimmi, simplemente por piedad. Naturalmente la idea de ponerme Mamerto había sido de mi padre, que también se llama Mamerto, pero de él no quiero hablar aquí. En cualquier caso, entré en primaria con el nombre de Mamerto y, tras mucho esfuerzo y grandes humillaciones, pasé al instituto como Jimmi, una vez reconstruida tenazmente mi autoestima. Providencial ayuda fue a tal efecto la música y el instrumento que aprendí a tocar, el violín, que hasta hoy me acompaña y me da de comer. Gracias a la música me abrí un hueco de respetabilidad entre mis compañeros que contrapesó la losa de mi nombre. Dichoso el día que, tras verme tocar en un concierto de navidad del colegio, aceptaron finalmente llamarme Jimmi. Es completamente cierto el dicho de que la música amansa a las bestias, por lo menos en lo que tocaba a mis compañeros de colegio y el efecto que en ellos tuvo mi violín. Puede comprenderse que en adelante me aferrara a él como si de una tabla de salvación en un océano de ignominia se tratara. La música fue para mí la mayor aliada, y esa deuda impagable hizo que en un momento dado me decidiera a honrarla por el resto de mis días y dedicarme a ella. Ahora soy el flamante Jimmi González, uno de los más singulares músicos de su generación, una generación que es un firmamento de estrellas luminosas.
Entre todos los compositores que me ayudaron a ser quien soy, uno debe ser mencionado, como mencionado debe ser toda vez que se hable de música: me refiero, por supuesto, a Johann Sebastian Bach. Eugene Ionesco, según creo, decía que de no ser por Bach, Dios sería hoy un personaje secundario. Esta sentencia es, ante todo, una blasfemia como la copa de un pino por la cual Ionesco debe de estar ardiendo en los infiernos, sin duda. Pero fuera de esa cuestión, su afirmación se ajusta a la tremenda magia de esa música. No miento al decir que el primer movimiento del quinto concierto de Brandenburgo, en la versión de Gustav Leonhardt, me ha salvado la vida. O cómo he sido subyugado por un disco de los conciertos para dos violines tocados por Andrew Manze y Rachel Podger, estremecido de placer y de emoción con los juegos de tensión de las disonacias y sus deliciosas resoluciones que los movimientos lentos me deparaban. O cómo me han arrastrado las corrientes de sus dos Pasiones, San Mateo y San Juan. El inicio de la Pasión según San Mateo (recomiendo la versión de Frans Brüggen con la Orquesta del Siglo XVIII) es el mayor y más bello ejemplo de una música que se mantiene entre la tristeza extrema y la extrema dicha (Muerte y Resurrección de Nuestro Señor) en un muy misterioso equilibrio. Una música sobrehumana. O las suites para violoncello solo (no hay que dudarlo: la grabación de Anner Bylsma con el Stradivarius Servais de la Smithsonian Collection de Washington). Yo he trabajado concienzudamente las Sonatas y Partitas para mi instrumento (aquí no tengo tan clara la versión; hay varias que me gustan, aunque quizás la de Rachel Podger sea la que más me haya impresionado) y es la única música que no me canso de tocar.
Fui a estudiar a Viena cuando tenía dieciocho años, con una beca, aunque de ahí pasé inmediatamente a Salzburgo para estudiar con Thomas Zehetmair en el Mozarteum, mi sueño de tantos años. Posteriormente me fui a Holanda a trabajar el repertorio barroco en profundidad, con los pioneros de la interpretación historicista (IH), en La Haya y Amsterdam. Ya se habrá notado que en los discos mencionados la mayoría son holandeses. Aunque ahora hay grandes nombres de todas las nacionalidades en el campo de la IH, mi corazón está con estos primeros, no sólo por haberme formado con ellos, sino porque de hecho fueron ellos los que tuvieron el genio de abrir el camino por el que luego transitaron las generaciones de músicos posteriores, todos nosotros, y dar a conocer obras olvidadas, difundiendo por medio de sublimes grabaciones los parámetros de la IH, que tanto han cambiado nuestra concepción de compositores y obras. Empezando por Bach.
Como natural complemento de mi formación musical, me he ocupado también de procurarme una razonable formación como lector de filosofía. Precisamente, dado que la rama llamada Estética me interesa en especial por mi condición de artista, hace poco que he comenzado con la Kritik derUrteilskraft de Kant, por supuesto en alemán, y aunque he de reconocer que es un libro fuerte que requiere especial concentración, ya le empiezo a coger el gusanillo. “Coger el gusanillo” es una expresión que define muy bien las razones del lector de filosofía, en el sentido de que irse haciendo con el lenguaje del autor y conseguir que nos deslumbre y que nos enseñe, dejando que la larva de su pensamiento se desarrolle en nuestro organismo, es un proceso que requiere voluntad y paciencia, resultando éste un esfuerzo de sobra compensado por los frutos recogidos. Y esos frutos, creo, son el aprender a nombrar el mundo, a vivir el lenguaje. Sin duda, el lenguaje es la casa de Ser. Todos deberíamos aprender a sentir, a ser inundados, por el Ser y por el Ente.
¡Ah, la filosofía, ah, la Estética! Al lado de mi casa hay un local con un cartel cuyo rótulo dice “Estética y productos de Belleza”. Es una muestra clara del grado de demencia que la sociedad ha alcanzado, esencialmente, por un mal uso sistemático y quizás voluntario del lenguaje. En un local con ese cartel veo yo una librería saturada de volúmenes de Hegel, de Platón, de Nietzsche, de Lukács, de Bataille, de Benjamin, de Adorno, y un lugar donde se puedan comprar buenas reproducciones de obras de arte del Renacimiento, láminas quizás… En cambio no hace falta que explique que en realidad por un establecimiento con ese rótulo jamás pasó Adorno (aunque quizás hubiera debido pasar, porque el hombre era bien feo). Eso es lo grave, no hace falta que lo explique porque todos sabemos qué es un local que ponga “Estética y productos de Belleza”, hasta tal punto somos permisivos con el mal uso del lenguaje, hecho que refleja fielmente lo irrespetuosos que somos con la Verdad. Pero no quisiera extenderme hablando de ello. Nada bueno podría decir.
Así que, tras mis años de estudios por los mejores centros, con los mejores profesores, volví a casa, a buscar trabajo en esta ciudad, decidido a vivir la vida real y hacerme absolutamente responsable de mi persona, emocional y económicamente. Después de bastante tiempo con una mano adelante y una mano atrás, como se suele decir, desgarrado entre la precariedad y el orgullo de no pedir nada a nadie, pero sobreviviendo mal que bien, trabajando de camarero, de profesor de alemán particular, de recepcionista en un hotel y de otras cosas variopintas y alejadas de mi vocación, conseguí mi trabajo actual, con el cual me gano la vida y pago el alquiler desde hace ya cinco años: hago playback en programas de televisión, especialmente en galas nocturnas, con gran audiencia. Al principio me parecía un destino deprimente, después de mi excelsa educación: no sonar nunca, nunca ser yo, participar de aquella farsa con una música de dudoso valor, que ni siquiera era producida por mis cuerdas. Pero después de un tiempo vi que era un trabajo bien remunerado y mucho mejor que cualquiera de los que había realizado hasta la fecha. Incluso le cogí el gusanillo. Sobre todo cuando, una vez establecidos suficientes contactos en el mundillo de la música profesional, me empezaron a llamar para tocar con los grandes. El primer show verdaderamente bien pagado que me salió, fue acompañando a Julio Iglesias. Con el tiempo me he dado cuenta de que el hecho de tocar en aquella orquesta, con otros compañeros igualmente virtuosos, sin atriles ni partituras, sin saber bien qué iba a sonar (daba igual, los cámaras no nos enfocarían mucho y sonaría impecablemente hiciéramos lo que hiciéramos) me salvó la vida. Entendí un nuevo modo de concebir la música. Cayeron los velos de mis ojos y pude comprender mejor mi lugar en el mundo. Y aprendí a mantener la cabeza alta. Opino que el músico de playback está infravalorado: muchos de nosotros ponemos mucho sentimiento en nuestra labor, somos grandes intérpretes y trabajamos toda la cuestión gestual para que la superposición con el sonido resulte convincente, aprendemos a dar muestras de pasión musical en los pasajes intensos de una balada, hacemos que la escenificación sea más bonita. He tocado con todos los grandes cada vez que han pasado por televisiones del país: Brian Adams, Sting, Madonna, incluso una vez con Paul McCartney. O Alejandro Sanz, Raphael, Rocío Jurado, Pantoja, Miguel Bosé. Fue hermoso tocar con Bosé. Sucedió hace relativamente poco, pero la canción que hicieron sonar y a cuyo son él bailó con el cuerpo y con los labios, fue la legendaria “Sevilla”: Y el corazón que a Triana va, nunca volverá, Sevilla, Bandido, ¡jay! muero yo por ti, tu paloma fui, Sevillaá. He aprendido mucho con este trabajo. Y además, lo cierto es que te sacas una pasta. Me voy a comprar un coche pronto, porque pierdo mucho tiempo si tengo que ir y venir a todos lados siempre en metro. Yo siempre estuve en contra de lo del coche, pero la realidad es que te da una independencia mucho mayor, aunque a veces tardes en encontrar aparcamiento.
No tiene sentido andarse con tonterías acerca del arte, tal y como se entendía esa noción antiguamente: no a estas alturas. Bien mirado, el mío es un trabajo muy digno en el que, además, puedo tocar mi violín. De hecho, cuando grabamos, yo toco y sueno para mí. No importa demasiado que no se oiga, es normal, propio de nuestro tiempo: del mismo modo tampoco se oye nunca la voz de una persona singular en el tráfago de las ciudades. Yo estoy ahí, en el ojo del huracán, en el corazón de la bestia, en el plató, y plató me suena a Platón y a mito de la caverna y estoy ahí mismo en el lugar en que se gesta y desde el que se extiende la doctrina de la Verdad de nuestro tiempo, y mientras toco apasionadamente bajo el silencio de una balada de Manu Tenorio, pienso en la Pasión según San Mateo de Bach y sonrío porque hay cosas que no me pueden quitar aunque me saturen de Operación Triunfo: bajo ese silencio atronador, me olvido del ser y del ente y pienso que soy Jimmi González y que nunca más nadie volverá a llamarme Mamerto. Estoy asistiendo al triunfo final de la Estética, con el violín vibrando junto a mi cara. Y me pagan una pasta.
Al fin y al cabo ¿de qué estamos hablando?
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martes, 19 de enero de 2010

¿Es elitista la música clásica?

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En la imagen aparece el violonchelista Yo-Yo Ma tocando a dúo con la Secretaria de Estado de la administración Bush, la adorable Condoleezza Rice. Todos la recordamos bien. Al parecer, las preferencias musicales de esta versátil mujer tienen su punto central en la obra camerística de Johannes Brahms (Hamburgo, 1833-Viena, 1897). Brahms, como sabemos, fue un compositor de la segunda generación de románticos alemanes, uno de los más jóvenes, y vivió casi hasta alcanzar a ver el siglo XX. Su música se considera "conservadora" para su tiempo, fuertemente anclada en las nociones estéticas del siglo XVIII, en la música de los periodos barroco y clásico, que estudió con fervor. En el aspecto biográfico, es significativo señalar que Brahms, no nació en una familia acaudalada. Su padre era contrabajista (fue su primer maestro) y el joven Johannes, durante años, tuvo que contribuir a la economía familiar tocando el piano a menudo en teatrillos, bares e, incluso, en puticlubes. Tampoco tuvo mucho éxito con sus primeras composiciones y, hasta que Robert Schumann lo apadrinara y lo diera a conocer mediante su revista Neue Leipziger Zeitschrift für Musik, no pasó de ganarse la vida como pianista acompañante de importantes virtusos del violín. Muerto Schumann, se estableció en la ciudad de Viena, donde pasaría el resto de su vida y donde, por fin, sería reconocido públicamente como un gran compositor, gracias principalmente al éxito de su Requiem Alemán.


Brahms es hoy día uno de los compositores favoritos del repertorio sinfónico. Su cuarta sinfonía, especialmente, se toca hasta la saciedad. También la primera se suele tocar bastante. Brahms gusta más que sus contemporáneos románticos: sin duda gusta más que Schumann, cuyas obras están llenas de excentricidades y a menudo, según los analistas, están mal orquestadas; gusta mucho más que su coetáneo Franz Liszt, cuyos Poemas Sinfónicos apenas son conocidos por el gran público, pese a ser obras muy interesantes musicalmente; gusta definitivamente más que Bruckner, que, para todo aquel que no sea germánico de corazón y austríaco de convicción, es de una pesadez insoportable. Y sin embargo, escuchado con amor y atención, Bruckner puede llegar a resultar sublime. Bien lo sabemos quienes hemos escuchados, seguidas, sus diez sinfonías. Pero Brahms es otra cosa. Ya en vida de Brahms, hubo un famoso crítico vienés que pensaba que su música era el paradigma del buen hacer compositivo: se trataba de Eduard Hanslick, principal teórico del formalismo, cuyo libro De lo bello en la música (Vom Musikalisch-Schönen, 1854) es considerado una de las obras más importantes de la estética musical de todos los tiempos. Hanslick admiraba enormemente la música de Brahms, mientras que aborrecía el trabajo de todos los compositores "avanzados" pero "sentimentales": Liszt, Wagner, Bruckner y Mahler. La historia de aquellos debates vieneses tendría enormes consecuencias y culminaría con el advenimiento del atonalismo en la primera década del siglo XX, de la mano precisamente de un discípulo de Mahler: Arnold Schoenberg. Es una historia enrevesada. Dejando a Hanslick a un lado, y para zanjar este asunto, Brahms gusta tanto porque su música contiene las dosis justas de equilibrio y de pasión, porque puede ser conmovedor sin caer en el patetismo, porque mueve grandes masas de sonido sin que nada se rompa, porque sus temas son reconocibles y su armonía es cristalina y a la vez puede ser vehemente y hasta grandioso. Y porque nunca, nunca, ofende al oído con cosas raras. Y todo eso le encanta al burgués que escucha extasiado desde su palco.





Aquellos de nosotros que nos hemos entregado con fervor a la música clásica, que le hemos dedicado horas y horas a practicar un instrumento, que le hemos donado los mejores años de nuestra juventud a estar encerrados en un cuarto repitiendo pasajes difíciles, torturando nuestros dedos y nuestra psique en aras de una perfección admirada a través de los discos y los maestros ilustres que pudimos conocer (una perfección que, en la mayoría de los casos, nunca llegó), no podemos resignarnos a pensar que tanto esfuerzo estaba sustentado y dirigido, a nivel global, por el gusto de cuatro ricachones abonados a la temporada completa de la orquesta, del teatro, del auditorio, del festival internacional de música. Los que ponen el dinero, al final. Los que amamos la música clásica y a la vez nos consideramos personas con convicciones políticas de izquierdas, no podemos tolerar la idea de que dicha música, en su sentido último, sólo existe porque una clase social, la clase adinerada para más señas, necesita relajarse después de pasar el día contando usureramente los dineros y acude, bien vestida, perfumada y acicalada, a la cita de las ocho de la tarde, cada jueves, cada viernes, sin perderse ni una. Sin ellos, ¿qué sería de Brahms, qué sería de Mahler, qué sería, Dios mío, de Ludwig van Beethoven? ¿Qué sería de todas las orquestas y sus músicos, que se ganan holgadamente la vida haciendo lo que les gusta hacer? Sería el acabóse, ¿no es cierto? Reconocerlo causa escalofríos.


El de la imagen es John D. Rockefeller, el precursor de la saga, el hombre más rico del mundo en su día. A simple vista parece una persona normal. Hay que ser justos: no todos los amantes de la música clásica son ricos. La clase media también ha accedido a los conciertos y a los discos de los grandes maestros. La clase media también envía a sus hijos e hijas al conservatorio y hace el esfuerzo, en muchos casos un esfuerzo enorme, un esfuerzo bancario, por comprar a sus hijos e hijas los carísimos instrumentos que la música clásica demanda. Porque, señores, seamos serios: el precio de los instrumentos y sus accesorios es demencial, se mire como se mire. No hay justificación. De nada valen todos los discursos acerca de la democratización de la cultura cuando un violín que suene medianamente bien cuesta lo que cuesta, cuando un violonchelo o un fagot valen lo que valen en el mercado. Un juego de cuerdas de contrabajo cuesta un ojo de la cara, casi literalmente. Para alguien que no sea rico, que se rompa una cuerda de su violonchelo supone un suceso dramático que le privará de muchos alimentos básicos ese mes, sobre todo si la cuerda es un do o un sol. Es un mundo duro el de la música clásica, un mundo cruel, un mundo neoliberal. Y qué decir de las reparaciones de instrumentos, qué decir de la tragedia del instrumento que se rompe por algún costado. Con mis ojos he visto llorar desesperadamente a hombres de pelo en pecho cuando constatan que su preciado instrumento ha sufrido algún daño y debe ser llevado sin falta al luthier: el luthier, ese ser temible, ese carpintero con delirios de grandeza, vestido con bata blanca de cirujano, que te clava infaliblemente cifras absurdas por cada una de sus chapuzas, que con frecuencia dejan al instrumento mucho peor de como estaba. No, señores, esto no se puede tolerar por mucho más tiempo. Algo hay que hacer. Estos precios son un abuso. Quizás cuando nos invadan los chinos todo mejore. Bien sabemos que los chinos son unos maestros de lo barato. Cada vez son mejores los productos chinos, eso lo sabemos todos, también en el caso de los instrumentos clásicos. Pero no sé, de aquí a que el precio de un violonchelo decente sea similar al de una guitarra decente pasará mucho tiempo, me temo.



Cualquier niño de clase humilde puede, a poco que ahorre su madre, hacerse con una guitarrita que le alegre la vida. O con un timple. O con una armónica. O con una flautilla de pico o similar. Instrumentos accesibles. O con un sencillo instrumento de percusión, que es la base de cualquier música. En realidad bastan una caja y un par de palos: bueno, bonito y barato. O la voz, por supuesto. Esos son los instrumentos populares, masivos, instrumentos de libre acceso que mantienen la música viva. La ventaja de estos instrumentos con respecto a los instrumentos clásicos es infinita. Siempre habrá más guitarristas que cualquier otra cosa, no porque la guitarra sea más bonita ni más mediática (aunque es cierto que es más mediática que el corno inglés, por ejemplo) sino, sobre todo, porque es más barata. Ciertamente, la guitarra no forma parte de los instrumentos elegidos por el gran repertorio, pese a algunas obras de Boccherini o Paganini, que no cuentan mucho. Al fin y al cabo eran compositores italianos, latinos y, por ende, atrasados. El ilustre Theodor Wiesengrund Adorno consideraba que la guitarra o el acordeón eran "instrumentos infantiles", casi subdesarrollados, no podían de ningún modo compararse con una máquina de precisión como el Steinway. Esta opinión que puede parecer extrema a muchas personas juiciosas, es compartida de manera más o menos explícita por muchos amantes de la música clásica, gentes de alma germánica, que piensan que esos son instrumentos pobretones que la gente puede aprender a tocar de forma autodidacta. Y es cierto, lo son. Pero eso no es un inconveniente, sino todo lo contrario.


La música clásica tiene como principal característica el hecho de necesita tiempo para ser disfrutada. Se necesita tiempo y una determinada formación para poder apreciar a Mahler. Se necesita mucho tiempo para que una viola empiece a sonar bien en manos del aprendiz. Se trata de una música y de unos instrumentos técnicamente muy complejos, muy elaborados, fruto de siglos de estudio y tradición. ¿Quién dispone de esa formación? ¿Quién dispone del tiempo para formarse? Históricamente, la clase dominante. En su día la nobleza, después la burguesía, que supo adueñarse de los atributos de la clase derrotada. Llegado el siglo XX, la revolución socialista, en los lugares donde triunfó, quiso desde un primer momento hacer universal el beneficio de esos productos de la alta cultura en la nueva sociedad sin clases. Esta experiencia, única en la historia, produjo una expansión masiva de esta música entre ejecutantes y público. Los resultados fueron notorios en la Unión Soviética, donde ocurrían fenómenos tan insólitos como que Mstislaw Rostropovich o Leonid Kogan fueran a dar conciertos a las minas, ante un auditorio de entusiastas melómanos mineros. La cantidad y calidad de los músicos que produjo el bloque socialista no necesita mayor comentario. Y fue el ejemplo de la URSS lo que animó a los países occidentales a democratizar su cultura de élite, en medio de la guerra fría cultural que tenía lugar durante los años de la posguerra, ante el temor de quedar atrasados frente al enemigo. La socialdemocracia no ha hecho más que perpetuar esa corriente, con resultados desiguales. Hoy en día, la tendencia va muriendo, y los esfuerzos por dar a conocer y enseñar a apreciar la gran tradición culta occidental quedan como asignatura maría en unos planes de estudio decadentes. Total, no aporta demasiados beneficios económicos formar a un amante de Beethoven. Y lo que no aporta beneficios económicos inmediatos, en nuestros días, ya se sabe.




En la industria discográfica se utilizan diferentes epítetos animales para referirse a cada una de los géneros musicales, tal y como lo documenta Keith Negus en su libro sobre las transnacionales de la música. Por ejemplo una "vaca lechera", como es fácil deducir, es un artista de gran éxito comercial. Un "gato salvaje" es un artista del que no resulta fácil realizar un pronóstico de ventas. La música clásica es un "perro". Así se la denomina. Se acepta que no produce grandes resultados comerciales, pero sin duda otorga prestigio a la compañía el contar con este o con aquel solista. El prestigio de la alta cultura. El esnobismo como fuente primera de conocimiento. Así acuden los nuevos ricos al auditorio y al teatro y a la ópera: hacen lo que deben hacer según su estatus, así lo estipula la convención. Por supuesto, es posible que finalmente consigan disfrutar del concierto y que a la larga se hagan con su criterio de apreciación estética y todo eso, pero de entrada, lo que les motiva para ir al teatro es el dinero en el bolsillo y el no saber en qué gastarlo. Y mira que hay cosas.



La música clásica no es elitista. Ni lo es ni lo deja de ser. Requiere, como toda forma de arte, de una cierta actitud para ser apreciada. Esa actitud específica ha sido cultivada, como hemos dicho, por aquellos que han tenido la posibilidad de hacerlo: los ricos. Forma parte tradicional de la alta cultura, es una más de las "bellas artes", tiene su historia de servidumbre de las clases altas, las clases que han querido adornarse con ella, pero afirmar que su gusto es privativo de la burguesía es ir demasiado lejos, como hemos señalado al constatar el papel de estas formas de cultura en los proyectos socialistas. Y sin embargo, los que nos movemos en diferentes terrenos musicales podemos constatar cómo hoy día la música clásica sigue siendo considerada por el pueblo llano como algo ajeno, excluyente, algo que no va con ellos, algo difícil, lejano y, sobre todo, algo muy aburrido, mientras que el rock, el pop, el heavy metal, las músicas latinas, son percibidas como propias, populares en el sentido estricto de la palabra, alegres, agradables de escuchar, necesarias para la vida. La paradoja surge cuando constatamos que mucha de esta música popular, de popular no tiene nada, más que su omnipresencia en los medios de masas. Una entrada para ir a ver a Metallica o a U2 es, sin lugar a dudas, mucho más cara que una entrada a un concierto del Cuarteto Mosaïques, por poner un ejemplo. O, yendo aún más lejos, una entrada para el fútbol de primera división, oh, escándalo, el deporte del populus por excelencia, es mucho más cara que una entrada para un concierto de una buena orquesta sinfónica. ¿De qué estamos hablando? ¿Dónde está el elitismo entonces? No en la música, desde luego, ni en el precio de escucharla a día de hoy. Sí, ciertamente, en mucho de cuanto la rodea. El mundo de la música clásica está lleno de pijos, eso no lo niega nadie. Pero también el mundo del rock o el mundo del deporte. Cuando todo está en venta, cuando todo tiene precio, es lógico que quien más dinero tenga pueda acceder con mayor facilidad a todos los bienes, materiales y espirituales. La música clásica vuelve entonces al bolsillo de los elegidos. Y muere a medida que van cayendo las cabezas blancas que pueblan las plateas de todos los auditorios. El populacho se va de bares a bailar reggaetón con una mano en la cabeza y pasa de todo. Queda, por suerte, alguna iniciativa como el Sistema de Orquestas de Venezuela, que van a la contra de esta inercia histórica y vuelve a intentar acercar una tradición de élite a las masas. El ejemplo ya está siendo imitado en otros países y constituye, según Simon Rattle, "la gran esperanza para la música clásica". Pero la pregunta que queda al final, y que no podemos contestar aquí es: ¿realmente debe sobrevivir la música clásica? ¿Tan importante es? O lo que es lo mismo: ¿por qué es mejor Beethoven que Daddy Yankee? A ella le gusta la gasolina.





Johannes Brahms tocaba el piano en los puticluses de Hamburgo siendo apenas un adolescente y las chicas intentaban sedurcirle y meterle la mano en la entrepierna, para azoramiento e incomodidad del joven pianista. Se dice que ahí se forjó su personalidad misógina, que le impidió mantener relaciones sentimentales estables a lo largo de su vida posterior. Condoleeza Rice, por su parte, creció Alabama en tiempos de la segregación. Reacia a la idea de rebelarse contra el establishment racista, eligió ser una persona irreprochable para ser aceptada: la mejor estudiante, la más esforzada, se especializó en Estudios Soviéticos y de la Europa del Este y no tardó en convertirse en una autoridad en la materia, requerida como asesora por el gobierno de George Bush padre durante los años de la caída del muro y el fin del comunismo. Vive en Washington D.C. y cada semana se reúne con su quinteto para tocar a Brahms, a Schubert, a Schumann, los grandes. Jamás escucha hip-hop. Dicen que toca bien, pero yo no la he escuchado nunca. Yo-Yo Ma nació en Francia pero sus padres son de origen chino. Se nacionalizó estadounidense. Además de violonchelo, estudió Historia en Harvard. Tocó con Condi una sonata de Brahms y tocó también en la investidura de Obama. No sé si Brahms o qué otra cosa. Lleva años con un proyecto llamado The Silk Road Project, en el cual toca con músicos de los países de la antigua ruta de la seda, fusionando estilos y tal y cual. No se sabe muy bien qué es lo que tiene en la cabeza, pero es indudable que es un gran violonchelista. Yo lo escuché en Amsterdam hace unos cuantos años ya y, si he de ser sincero, me dejó un poco frío.